Yerra Enrique Krauze al equiparar el nacionalismo revolucionario mexicano con un “trauma” y señalar que los opositores a la reforma energética de Enrique Peña Nieto desean un México “preso en los mitos de su historia, ajeno a la racionalidad económica [e] indiferente a las realidades del siglo XXI” (véase: http://ow.ly/pfoCB). También se equivoca el historiador cuando critica la supuesta “imprudencia” de quienes “se amparan en un dogma nacionalista como si el reloj se hubiera detenido en 1938” (véase: http://ow.ly/pfoO0).
Los calificativos de “imprudentes” y “traumados” describen mejor a quienes porfían en “mover a México” de regreso a un contexto de total desregulación económica, postración internacional y abuso de poder propios de la larga noche porfirista, no a quienes buscamos un futuro que valore y se enorgullezca de la historia mexicana plena de luchas sociales y conquistas populares de avanzada.
México destaca al nivel internacional como un país forjado desde abajo con una tradición larga y perdurable en pos de una verdadera modernidad igualitaria. Hoy son más relevantes que nunca las ideas presentes en “Los Sentimientos de la Nación” de José María Morelos y Pavón, el “Plan de Ayala” de Emiliano Zapata, el Decreto de Expropiación Petrolera de Lázaro Cárdenas, la Primera Declaración de la Selva Lacandona del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y la lucha por la transparencia electoral de Andrés Manuel López Obrador, entre otras gestas sociales históricas. La abolición de condiciones laborales esclavizadoras, el repudio a la concentración de la riqueza nacional, la defensa de la soberanía nacional, la recuperación de la dignidad indígena y el combate del fraude electoral, son todas demandas modernas e impostergables.
En un contexto global de cada vez mayor desigualdad, belicismo imperial y protestas sociales, urge avanzar en la construcción de nuevas utopías que puedan dar sentido y dirección a las luchas ciudadanas del siglo XXI. Afortunadamente, para abonar en este sentido los mexicanos no necesitamos ni de rebuscadas teorías ni de autores extranjeros, ya que basta y sobra con los visionarios principios e ideales de nuestra propia Constitución. Urge desterrar el criollismo y malinchismo intelectual que tanto daño ha hecho al país.
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM) de 1917 fue la primera en el mundo en codificar la obligación del Estado de tutelar derechos sociales básicos como la educación, la tierra, el trabajo y la salud. Debido al ejemplo y la valentía del ala agrarista de la Revolución, el Congreso Constituyente logró revertir el proyecto conservador originalmente presentado por el “Primer Jefe” Venustiano Carranza.
Gracias a esta victoria popular, la constitución llegó a ser uno de los documentos jurídicos más avanzados de su tiempo. Y hoy, ante el embate empresarial global en contra de los vestigios del estado de bienestar y del socialismo realmente existente, esta misma constitución vuelve a emerger como un estandarte estratégico en la lucha internacional por defender los derechos del pueblo de la voracidad de la plutocracia transnacional y la oligarquía nacional.
El artículo 4 de la CPEUM hoy señala que “toda persona” cuenta con derecho a una “alimentación nutritiva, suficiente y de calidad”, a “un medio ambiente sano”, a “la protección de la salud”, y al “agua en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible”. El mismo artículo también indica que “toda familia tiene derecho a disfrutar de vivienda digna y decorosa”.
El artículo 123 dice que “toda persona tiene derecho al trabajo digno y socialmente útil”. El artículo 3 señala que la educación pública será “democrática” y “nacional” y que “luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”. Y el artículo 6 indica que “toda persona tiene derecho al libre acceso a información plural y oportuna, así como a buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole por cualquier medio de expresión”.
El artículo 27 constituye el alma de la arquitectura constitucional. Desde su primera frase rechaza la idea liberal de la naturaleza originaria de la propiedad privada: “La propiedad de las tierras y aguas…corresponde originariamente a la Nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada”.
Esta visión profundamente democrática y popular permea todo el texto del artículo 27. Allí se le dota a la Nación de la facultad de expropiar cuando exista alguna “causa de utilidad pública” así como de “imponer a la propiedad privada en todo tiempo las modalidades que dicte el interés público”. También se mandata la “distribución equitativa de la riqueza pública” y se incluyen limitaciones específicas sobre la acumulación de la propiedad. Con respecto a los recursos naturales, la nación desde luego cuenta con el dominio “directo”, “inalienable” e “imprescriptible” de todos los recursos naturales y, en particular, “el petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos”.
El Estado mexicano entonces cuenta con la obligación de garantizar a absolutamente todos los ciudadanos, y en condiciones igualitarias, el acceso a techo, tierra, trabajo, salud, alimentación, agua, cultura, medio ambiente y educación. El nuevo proyecto revolucionario del siglo XXI ya está escrito. Solamente falta que el pueblo se lo exija a sus autoridades.
Es cierto que, de acuerdo con la perspectiva estadounidense, todo “nacionalismo” extranjero sería negativo. Es lógico que al imperio le desagraden los obstáculos a su permanente expansión. Pero el nacionalismo México no solamente es necesario para defenderse de la voracidad del poderoso vecino del norte, sino que es también un nacionalismo profundamente incluyente, democrático y popular, como acertadamente lo entendía Daniel Cosío Villegas. Si se insiste en recurrir a autores extranjeros, sería Benedict Anderson, no George Orwell, cuya obra permitiría el correcto entendimiento del excepcional nacionalismo mexicano.
No es un supuesto “complejo de inferioridad”, como señala Krauze, lo que detiene a México, sino el malinchismo y elitismo de los intelectuales orgánicos del régimen que insisten en buscar fuera las soluciones a los grandes problemas nacionales. Sería un acto de suicidio nacional cifrar nuestras esperanzas en Halliburton y Exxon-Mobil para sacar al país de su naufragio. El camino a la renovación nacional no se encuentra en la consolidación del trasnochado proyecto neoliberal sino en la articulación de un nuevo movimiento nacional de maestros, jóvenes, mujeres, profesionistas, campesinos y trabajadores en defensa del patrimonio nacional y a favor de la justicia social dentro del marco de un renovado nacionalismo revolucionario.
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