La Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), cuya vigésima séptima edición llega a su fin este domingo 8, reporta en términos generales un saldo positivo que, sin embargo, suele sobrestimarse. Y entre quienes exageran los méritos de la feria no sólo está la inamovible cúpula directiva de la Universidad de Guadalajara (UdeG), a la que corresponde la organización de esa muestra editorial, sino un contingente variopinto en el que lo mismo hay personas desinformadas y propensas al fácil entusiasmo que no pocos aduladores (gratuitos y también a sueldo) del jeque de jeques de la institución (¿eres tú, Raúl?).
Entre estos últimos tal vez el caso más obvio sea el de José María Murià, quien ha venido cumpliendo perfectamente la función de “intelectual orgánico”, según la conocida clasificación de Antonio Gramsci: persona que escribe o habla y tiene acceso a los medios de comunicación, pero que se encuentra al servicio del poder y por lo tanto carece de libertad de criterio. El susodicho ha alternado algunas prácticas más burocráticas que académicas (durante casi tres sexenios manejó a su antojo El Colegio de Jalisco, al que convirtió en su particular Ínsula Barataria) con cargos menores en la administración pública (fue regidor del PRI en Zapopan) y sobre todo con su bien asumida vocación de guarura intelectual, al servicio tanto de los gobiernos priistas como de la nomenklatura de la UdeG, de quienes el caravanero en cuestión es tan obsequioso como bien remunerado.
Por defender sus propios intereses o privilegios –como es el caso de Murià, quien cobra una triple jubilación en la UdeG, la cual sobrepasa los 70 mil pesos mensuales– muchos de los turiferarios de la FIL se han desvivido por magnificar los méritos de la feria libresca tapatía (que méritos los tiene, por supuesto) y por minimizar, por guardar silencio o incluso por tratar de justificar los aspectos menos lucidores de la misma: su alto costo (que se solventa mayoritariamente con fondos públicos), el uso político que se ha hecho de ella, componente frívolo que la ha acompañado prácticamente desde su aparición en el ya lejano 1987, etcétera.
Porque nadie puede negar que la FIL le ha costado muchos cientos de millones de pesos al erario, aportados lo mismo por el gobierno de Jalisco, que por dependencias federales, los ayuntamientos de la zona metropolitana de Guadalajara, e instituciones públicas con la UdeG en primer término. Durante sus dos primeras ediciones, la FIL pudo subsistir gracias a la aportación multimillonaria hecha, a fondo perdido, por el gobierno estatal, encabezado por Enrique Álvarez del Castillo (1983-1988), quien no pudo terminar su sexenio, pues aceptó la invitación de Carlos Salinas de Gortari para ocupar la titularidad de la Procuraduría General de la República, el 1 de diciembre de 1988.
A partir del año siguiente, el relevo en el subsidio de la FIL fue asumido por la UdeG, a cuya rectoría llegó ese año un tal Raúl Padilla, quien ya era –y veintitantos años después sigue siendo– presidente de la que algunos consideran la segunda feria del libro más importante del orbe, o al menos la más relevante en el hábito hispanoamericano. Padilla mismo reconoció en su momento que, como rector de la UdeG, dispuso que se la subsidiara con dinero de la institución, aunque ya como exrector comenzó a propalar la especie, hasta ahora indemostrable, de que la feria era “autofinanciable” y que, por lo tanto, no representaba ninguna erogación para la universidad pública de Jalisco.
Alguien puede sostener que, en todo caso, los cientos de millones de pesos –tal vez miles de millones– de dinero público que ha consumido la FIL ha sido un dinero bien gastado, en la medida en que ha “posicionado la marca Guadalajara” en el ámbito internacional, ha generando una derrama económica en ciertos sectores (hotelería, transportes, restaurantes, turismo…) y también ha dado dividendos culturales más o menos tangibles.
Lo anterior se podría discutir, desde luego, haciendo una comparación de costo-beneficio. ¿Es correcto rechazar cada semestre a decenas de miles de estudiantes a cambio de premiar a escritores plagiarios como el peruano Alfredo Bryce Echenique y ofrecer banquetes y hasta la cuenta del bar de invitados especiales y escritores de todo tipo? Además, para discutir provechosamente los pros y contras de la FIL tendría que haber una mínima transparencia en el manejo de los recursos públicos y también privados que durante 26 años ha manejado a sus anchas la cúpula padillista. El problema es que, aparte de la opacidad financiera de la feria –una de las señas de identidad de la nomenklatura de la UdeG–, la información esencial en torno a esa empresa libresca no tiene otra fuente que la de sus opacos organizadores.
Por supuesto que en Expo Guadalajara se ven multitudes, ¿pero son tantas como para sobrepasar las 700 mil personas, según las cuentas alegres para esta edición? Por supuesto que se encuentran en exhibición y venta, durante nueve días, decenas y decenas de miles de títulos, ¿pero entre ellos no hay también toneladas de obras chafas y libros basura? Por supuesto que no faltan los escritores, conferenciantes, panelistas y anexas que cumplen con lo que los espectadores esperan de ellos, ¿pero no abundan también los reyes y reinas del lugar común, así como los charlatanes y quienes sólo vienen de paseo o a dar gato por liebre?
Como ya lo hemos apuntado en otra ocasión, lo del “país invitado de honor” no es algo que se decida a partir de la relevancia cultural de una nación, sino a partir de la disposición de equis gobierno para pagar tal invitación; es decir, para absorber los gastos de su delegación artística e intelectual. Ese es el motivo por el cual países latinoamericanos con una relevancia literaria mayúscula (Nicaragua y Uruguay, por ejemplo) no han sido “invitados de honor”, pues para ello sus respectivos gobiernos tendrían que desatender necesidades sociales u obras prioritarias a fin de financiar el traslado, el hospedaje y eventualmente los viáticos de escritores, cantantes, pintores, conferencistas y demás entes intelectuales que los representaran.
En cuanto a la participación de escritores mexicanos celebrados por la FIL, a lo largo de 26 años ha habido omisiones algo más que notables. Tal fue el caso de Octavio Paz, quien no acudió a ninguna de las 11 ediciones de la feria que tuvieron lugar mientras nuestro único premio Nobel de Literatura vivió. Y ello porque a los organizadores de la FIL, comenzando por su presidente vitalicio (¿eres tú, Raúl?) les dio por sudar calenturas ajenas y tomaron partido en el conflicto personal y grupal Octavio Paz versus Carlos Fuentes, arrastrando a una institución pública como la UdeG a tomar una posición facciosa, que llegó al extremo de soslayar, durante la cuarta edición de la FIL, en 1990, la concesión del Premio Nobel a Paz.
Por lo que hace al uso político de la FIL, ahí están las condecoraciones que los gobiernos de los países invitados “de honor” le han hecho al exrector Raúl Padilla. Ahí está también su rebuscada legitimación al lado de los escritores a los que halaga, premia y homenajea con fondos públicos. No en vano, un conocido escritor mexicano calificó al susodicho de “cacique bueno”. Y no en vano acaba de aparecer, no obstante su arraigada índole caciquil, al lado de Mario Vargas Llosa, quien se asume como el abanderado químicamente puro de la democracia. Ironías de la FIL.
Por Juan José Doñan
Revista Proceso/Sección Jalisco
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