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jueves, 13 de junio de 2013

Democratizar el régimen mexicano





La proximidad de las 14 jornadas electorales en igual número de entidades federativas colocó por enésima vez a 'El Pacto por México' en el ojo del huracán. El dirigente panista, Pablo Emilio Madero, anunció la interposición de una serie de demandas por el supuesto delito de desvío de recursos públicos hacia las campañas y candidatos del PRI. El detalle sintomático es que lo hizo en el marco protocolario de un evento del Pacto, y que la andanada de críticas, como ya es costumbre, fue secundada por la alta dirigencia del PRD. La pregunta que queda en el aire para las víctimas y el victimario es, ¿qué piensan hacer con el pomposo adendum de civilidad democrática al Pacto, acordado en respuesta a la similar afrenta del escándalo electoral en Veracruz? La respuesta queda en el aire, pero también otra pregunta: ¿Será que los ingeniosos hidalgos de la componenda traman un nuevo adendum que haga obligatorio el cumplimiento del anterior?

En tanto el curso de la política mexicana sigue, los rumores se propalan y hacen eco especial en las tierras de Baja California Sur, única entidad en la que habrá renovación de la gubernatura. De ambos lados de las trincheras emanan señales de que, al más alto nivel, se negoció la cesión de la victoria a la coalición del PAN-PRD, en calidad de pago a su permanencia en el Pacto. Al respecto, el problema que barrunta en el escenario cuasi democrático no es tanto si se dispone de pruebas que avalen el decir que hubo concertacesión, lo que se antoja improbable que suceda, sino que los resultados electorales que en breve se produzcan carecerán de valor como elementos probatorios, sea cual fuese el resultado.

Sucede, como efectivamente se reconoce en los documentos de las iniciativas de reforma electoral propuestas por las oposiciones partidistas, que los institutos electorales locales, sin excepción, son y operan de facto como agencias del gobernador en turno. Suponer, pues, que los resultados ofrecidos por este tipo de organismos electorales guarden alguna relación con el estado de las preferencias electorales al día de la elección resulta una pretensión entre cómica y trágica.

Dentro de lo muy poco que hay que agradecer al Pacto en lo que a la política propiamente política atañe se encuentra el reconocimiento explícito por parte de los primerísimos actores de que los 14 procesos electorales en curso constituyen una amenaza de conflictividad, y no lo que supuestamente debieran ser: la solución institucional a dicha amenaza. Así, haciendo eco al argot jurídico de que “a confesión de parte, relevo de prueba”, la inferencia es cruda e inevitable: electoralmente hablando, las entidades federativas han de ser consideradas como territorio y asunto de la voluntad soberana del gobernador en turno. La magnitud reconocida de la supeditación de los organismos electorales locales es tal que a su lado palidece la triste fama y la credibilidad social menguante del IFE,

Curiosamente, tanto a la izquierda como a la derecha, los intérpretes reputados de la realidad política han coincidido en lo que va del presente siglo en el desgano y el escaso interés por hacerse cargo de una tarea elemental: develar en su naturaleza y potencialidades para producir y satisfacer el interés público al actual del régimen político mexicano. Quizás tras el denodado esfuerzo intelectual y político desarrollado en el último cuarto del siglo pasado en clave de transición, resultó cómodo y preferible cerrar el capítulo de la democracia para abrir el de las políticas estratégicas y las políticas públicas para el desarrollo nacional.

Sin menoscabo de la relevancia de los temas señalados, el problema actual es que cuando despertamos, doce años después de la sacudida de las elecciones del 2000, el ogro filantrópico autócrata estaba ahí, astutamente maquillado de modernidad, vestido con el ropaje de la diversidad pluripartidista y en una cuidadosa escenografía a cargo de un árbitro electoral enclenque y venido a menos.

Hoy, de cara al oscuro panorama de las elecciones locales y del no menos oscuro futuro de la reforma política-electoral cocinada al gusto de los pactantes, la pregunta relevante a responder es, ¿cuál es el problema que con dicha reforma quieren resolver? A juzgar por los planteamientos emitidos por las dirigencias partidistas opositoras en torno a la creación del Instituto Nacional de Elecciones (INE), lo que ha de resolverse es el control férreo de los organismos electorales por parte de los gobernadores y la manipulación de éstos y los caciques locales de los procesos comiciales y la voluntad de los electores.

Al menos en parte, las ostensibles diferencias entre los resultados que arrojan en las mismas demarcaciones los comicios organizados por las autoridades federales y locales fuerzan el reconocimiento de que la distorsión de la voluntad electoral alcanza ya niveles pasmosos en nuestro país. Y también, desde luego, fuerza a la pregunta por el grado de distorsión que las fuerzas locales imprimen en los procesos federales, habida cuenta de las similitudes existentes entre la clase política y los partidos a nivel local y federal.

El concepto politológico con el cual podamos dar cuenta de la realidad política nacional no es algo que pueda dirimirse adecuadamente en este espacio. Con independencia de ello, veo difícil que algún analista serio pueda sostener con evidencias y buenos argumentos que el régimen político vigente encuadra en el género de la democracia. En tal virtud, frente al diagnóstico y la propuesta de las dirigencias opositoras, y quizás de la gubernamental, de que el problema se resuelve centralizando en el INE la organización de todos los comicios, cabe tener presente otro sustancialmente distinto: que el problema es la democratización del régimen y que ése se resuelve expropiando a los competidores, es decir, a los partidos políticos del control sobre las elecciones.

Bienvenida, sí, la posibilidad de creación del INE, siempre y cuando se coloque en dirección de lo que es imperativo resolver: la democratización del régimen, que es condición necesaria aunque no suficiente de la apropiación colectiva de las instituciones del Estado, incluido el propio INE, y de la construcción de una colosal acción colectiva en contra de la corrupción y la impunidad. Resulta iluso, por decir lo menos, pensar que en un país signado por la depredación patrimonialista es posible la transformación estructural del estado mexicano y la implementación exitosa de reformas estratégicas, al margen de un marco institucional sustentado en la producción de una representación política legítimamente democrática. De ahí que valga la insistencia en colocar a la democratización como imperativo político actual.

Por Francisco Bedolla*
losangelespress.org
*Analista político

@franbedolla

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