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lunes, 1 de julio de 2013

Reportaje Especial. Muchas de las pistas sobre el narco en EU: Marcela Turati



Marcela Turati,, periodista de Proceso. Foto: IRE


MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- El 25 de junio en San Antonio, Texas, la periodista Marcela Turati pronunció un discurso frente a decenas de reporteros y editores de investigación, en él habla de como algunos reporteros mexicanos se convirtieron en corresponsales de guerra o de cómo algunos fueron asesinados o torturados o abandonados por ejercer su trabajo, y hace una sugerencia a los periodistas estadunidenses: Muchas pistas sobre el narcotráfico están aquí, en Estados Unidos…

Dedicado a Lise Olsen, quien se ha dedicado a capacitar y a cuidar a los periodistas de investigación mexicanos

Buenas tardes a todos. Me siento muy honrada de hablar en la conferencia de IRE sobre un tema tan importante para todos nosotros, especialmente considerando que esta es una organización que ha practicado desde hace mucho tiempo el periodismo de investigación en la frontera, especialmente después del asesinato del cofundador de IRE, Don Bolles, que fue asesinado por el crimen organizado en Arizona.

Como ustedes saben, a partir de 2006 el presidente Felipe Calderón declaró la “guerra contra las drogas”, parcialmente financiada con fondos de Estados Unidos. Nuestro país se convirtió en un campo de batalla. Sacó a las calles a militares y policías federales supuestamente para combatir narcotraficantes, encarnando una guerra irregular que dejó al menos 70 mil víctimas de homicidio, más de 20 mil personas desaparecidas. Son crímenes sin resolver y que por eso mismo aún no terminamos de entender.

Los periodistas de muchas regiones del país quedaron atrapados en medio de los enfrentamientos. Y, por la falta de investigación por parte de las autoridades, sigue siendo difícil quiénes están verdaderamente detrás de estos crímenes.

Los periodistas mexicanos nos convertimos en corresponsales de guerra en nuestra propia tierra. En mi caso, por ejemplo, yo era una reportera que cubría historias sobre la pobreza, que de un día a otro ya estaba cubriendo masacres de jóvenes, documentando pueblos fantasmas de los que huyó la gente después de una serie de asesinatos o programas sociales para niños huérfanos por la violencia o tenía frente a mí una fila de 30 mujeres con las fotos de sus hijos desaparecidos, que querían contarme su historia.

He dedicado mucho de mi trabajo como periodista de Proceso a indagar esos episodios y a hacer visibles a las víctimas de la guerra.

A los periodistas la violencia nos encontró desprevenidos. De pronto estábamos ahí, avasallados, en plena confusión, en medio de una guerra que no fue como se nos dijo, contra el tráfico de drogas, sino por el control de territorios. Una guerra por ver quién se queda con los lugares de siembra de narcóticos y las rutas de tráfico y los puestos de venta de drogas en el país. Por ver quién controla el comercio, quién cobra los impuestos a los comerciantes, quién impone al alcalde, al próximo jefe de la policía y al director de las cárceles.

En un escenario así, obviamente, es indispensable tener el control de la prensa para que nadie cuestione. Para asegurar el control de la población.

Yo junto con otras colegas fundamos una organización llamada Periodistas de a Pie, que se dedica a dar capacitación a periodistas que trabajan con el tema de la pobreza. Sin embargo, tuvimos que cambiar los temas para atender la emergencia. Los talleres eran sobre cómo sobrevivir en una cobertura, cómo entender al narcotráfico, cómo entrevistar a un niño sobreviviente de una masacre, cómo encriptar información que nos ponga en riesgo o cómo limpiarnos el alma para poder seguir cubriendo sin perder la alegría de vivir.

Cuando nos dimos cuenta ya éramos una central de atención de emergencias. Los periodistas que trabajamos en levantar esta red, a cualquier hora del día, incluso en momentos tensos del cierre de edición, hemos recibido llamadas de auxilio de compañeros de alguna zona lejana que pide ayuda desesperado porque sabe que están por ir a matarlo y busca refugio. O peticiones de apoyo psicológico para reporteros que no quieren salir a trabajar después de un evento traumático, como el incendio o el ataque a su redacción.

En esta guerra por control del territorio, hemos vivido una cacería de periodistas. A diferencia de las guerras tradicionales, en México los periodistas no mueren por un fuego cruzado, por una bala perdida, por caminar en un campo minado. En México los asesinos van por los periodistas, los sacan de sus redacciones, de sus casas, los interceptan en la calle.

Los reporteros que deberían de mandar la nota se han convertido en la nota. En los últimos 10 años, más de 17 periodistas han sido desaparecidos y más de 72 asesinados. Los crímenes no han sido resueltos.

Una de las víctimas es Regina Martínez, la valiente periodista que señalaba la corrupción y las mafias en Veracruz, lugar de donde era corresponsal para Proceso. Hace un año fue asesinada dentro de su casa por estrangulamiento. El gobierno local, que es sospechoso del crimen, determinó sin pruebas creíbles que su asesinato había sido por robo y encarceló a un joven que dijo haber sido torturado para autoculparse del crimen y que está incomunicado.

Como en los demás crímenes de periodistas, las autoridades judiciales no investigaron su trabajo periodístico como causa del asesinato. Como los demás, culpó al periodista de su muerte. Puso en duda la honorabilidad del asesinado.

Días después de su asesinato, otros dos periodistas fueron cazados junto con otro que había dejado la profesión por miedo. Sus asesinatos surtieron efecto: sirvieron para callar al resto.

Al menos 17 periodistas huyeron de ese estado, algunos financiados por el mismo gobierno del estado para que se fueran y regresaran hasta después de las elecciones. Varios dejaron la profesión en un intento para salvar su vida. A varios de ellos los hemos encontrado cortando el pasto en Estados Unidos o realizando actos de solidaridad para sostenerse, mientras esperan el juicio para pedir asilo. Otros trabajando como vendedores ambulantes en las calles de la ciudad de México o en lo que pueden, intentando rehacer su vida. Asustados, sin dinero, con la vida rota.

La situación tiene sus matices en cada región de México. En algunas zonas, los narcotraficantes dejan videos o mantas y llaman a los periodistas para que las publiquen. En otras la advertencia siempre va acompañada de golpizas y los periodistas que publican información que molesta a un grupo son secuestrados temporalmente, torturados y marcados en la piel, como advertencia de que no tendrán otra oportunidad. En otras son citados a conferencias de prensa donde los capos de la zona les dictan la línea editorial y la información que deben cubrir y la que deben ignorar. Generalmente asignan a un periodista para que de las instrucciones a los demás, los vigile y les pague un salario. Las redacciones también han sido infiltradas por ellos. Quien quiere rehusarse tiene que cambiar de oficio o empezar su vida en otra parte. En lugares como el DF se reciben visitas de los llamados “narcoabogados” que indican la información que molestó a su cliente.

En esta disputa por el territorio, los medios de comunicación son blanco de ataques: reciben llamadas intimidatorias, explosiones de granadas o ráfagas con armas de alto poder en sus instalaciones. Se han dado casos que los empleados (no siempre periodistas) son tomados de rehenes para obligar a que se publique algo a favor de un grupo en disputa, y algunas redacciones han sido incendiadas cuando los periodistas escribían adentro.

Algunos estados del país se han convertido en zonas de silencio, y estamos viendo cómo el silencio se extiende. Cómo vamos perdiendo el pulso y la señal de algunas zonas que ya son territorio vedados para todos, que las que no sabemos información tan básica como cuántas personas son asesinadas cada día. Sólo cada tanto, cuando ocurre una masacre lo suficientemente espectacular como para no poder ser ocultada –como la de los 72 migrantes-, o cuando un pueblo entero huye a otro lugar, podemos colar la nariz y asomarnos a mirar los efectos de la información que se oculta.

Uno de esos lugares está sólo a 265 kilómetros de aquí, a menos de tres horas de viaje en carretera, del otro lado de la frontera, donde la información ha sido silenciada.

Lugares como Tamaulipas, donde ocurren episodios espeluznantes que podría escribir cualquier corresponsal de cualquier guerra. Por ejemplo, durante meses los pasajeros de los camiones públicos eran bajados en un sitio, ahí mismo reclutados a la fuerza, tomados como esclavos o asesinados y enterrados. A las terminales de camiones llegaban las maletas, no los pasajeros. Ocurrió muchas veces. Nadie dijo nada hasta que se descubrieron fosas con casi 200 cadáveres.

En lugares como ese y en varias partes de la franja fronteriza, gente “desaparece” en la carretera, con todo y su automóvil o su camión. Personas que van en su camino a McAllen o a Laredo, para ir de shopping o de paseo. Algunos eran estadunidenses visitando a sus parientes en México.

Recuerdo cuando fui a Matamoros, frontera con Brownsville, a cubrir el hallazgo de la fosa con casi 200 cadáveres. Se decía que había miles, pero no se siguió excavando. A ese lugar llegaron cientos de familias de todo el país, ansiosas, porque buscaban a un hijo desaparecido.

Cuando una mujer que estaba en el lugar esperando a ver si alguno de esos cadáveres era el de su hijo, supo que yo era periodista comenzó a reclamar, furiosa.

–Periodistas ¿ya para qué vienen? Llevábamos meses diciendo que en esas carreteras se perdía gente, pero nadie nos hizo caso. Parecía que hablábamos desde abajo del mar.

Su frase, hablando desde abajo del mar, sintetiza perfecto esa situación que se vive en esa zona perdida. Donde Dallas Morning News documentó que había ocho periodistas desaparecidos, información que los propios mexicanos ignorábamos. Donde existen campos de entrenamiento para futuros sicarios, algunos de ellos adolescentes de Laredo, Texas, que desertaron de la high school para llegar a ser asesinos del lado mexicano.

En esa tierra llena de fosas clandestinas, sembrada de cadáveres, ciudadanos son asesinados todos los días, pero sólo sabemos de los famosos, de los alcaldes o el candidato que iba a convertirse en gobernador. Hasta el cruce fronterizo es controlado por los narcotraficantes, que secuestran a quien no paga y deciden quién pasa y quién muere.

Muchos periodistas locales intentaron decirlo hasta que fueron silenciados. De la manera que pueden siguen intentando. Algunos viven con una pistola recargada sobre su cabeza, otros tuvieron que refugiarse, sólo con la llave de su casa en la bolsa, para empezar de nuevo en otro lugar. Hasta que los agarró la noche. Lo mucho o poco que pueden hacer depende de dónde viven.

Recuerdo mucho una nota de un periódico sobre casas habitadas únicamente por perros, en colonias abandonadas, que aunque no explicaba la causa del abandono era una forma de decir lo indecible.

Los ciudadanos, en esfuerzos desesperados, han intentado tomar el papel de los periodistas. Recuerdo aquel video filmado por una ciudadana anónima que salió a la calle para grabar con su celular los destrozos de la batalla de la noche anterior y las balaceras que las autoridades negaban. Usan redes sociales o crean blogs, como Valor por Tamaulipas, donde se reciben reportes ciudadanos de los enfrentamientos armados que los medios de comunicación tienen prohibido cubrir. Estos sitios de noticias no duran mucho, pues los cárteles de la droga ponen precio a la cabeza de sus administradores. Además, el gobierno también está interesado en acabar esa fuente de información que contrarresta la propaganda oficial que indica que no pasa nada.

Conozco a un periodista que entró a Tamaulipas a reportear y estando en la plaza principal, frente al palacio de gobierno, fue rodeado por un convoy de camionetas que llevaba en sus placas la insignia del cártel al que pertenecía. Él y el camarógrafo fueron secuestrados, torturados, advertidos de que no siguiera preguntando. En ese lugar, la tierra se tragó al freelance Zanne Plemmons de San Antonio, que salió del hotel donde se hospedaba en Tamaulipas para tomar unas fotografías y no regresó jamás. Desconocía que ese es un lugar prohibido para ir a reportear. Otra reportera que administraba un blog aparentemente ciudadano que informaba por dónde no transitar para evadir balaceras fue decapitada y junto a su cuerpo se encontró un mensaje contra quienes usan las redes sociales. ¿Cómo puede decirse que el periodismo es posible en una zona así?

La violencia ha alcanzado a la ciudad de México. Un ejemplo, es la revista para la cual trabajo, Proceso, fundada hace casi cuatro décadas y aún considerada líder en investigaciones sobre corrupción y crimen organizado. Proceso es uno de los medios que más agresiones ha sufrido. No sólo el asesinato de Regina Martínez, también cuatro periodistas han tenido que ser desplazados forzosamente -unos fuera del país, otros reubicados de una ciudad a otra-. Tan sólo este año, cuatro reporteros han sido amenazados y varios han tenido que recurrir al mecanismo gubernamental de protección, recién creado.

No es un caso único, existen otras empresas más golpeadas como Notiver, en Veracruz, que cuenta con cuatro periodistas asesinados y uno exiliado.

Ante esta situación varios periodistas, sin saber cómo, de pronto nos convertimos también en defensoras de derechos humanos. Hemos convocado a marchas para exigir que cese la impunidad y se haga justicia a nuestros colegas, subastas y colectas en apoyo a periodistas refugiados y desplazados o informes sobre la situación de censura en zonas como Veracruz. También apoyamos a pequeñas redes de periodistas locales para que se fortalezcan, se organicen y creen sus propios protocolos para enfrentar emergencias. No estamos de acuerdo en que la única solución para atender las emergencias –por parte del gobierno y de algunas organizaciones internacionales— sea sacar a los periodistas de su lugar de origen. Porque de esa manera los silenciadores ganan la partida.

Nuestra batalla actual no es sólo por la libertad de expresión, es por el derecho de la gente a estar informada.

En un panorama así, el periodismo de investigación ha sucumbido. Los periodistas no somos más el perro guardián de la democracia, como nos solíamos definir. En muchas regiones ese perro está encadenado, amordazado, no tiene permiso de ladrar. Es un perro golpeado, “levantado” y “tableado” para que aprenda a no ladrar cuando viene el enemigo. Es un perro domesticado por gobernantes que le compraron su silencio. Es un perro forzado a cerrar los ojos ante los ilícitos y voltear a otra parte.

Pocos son los perros bravos que siguen peleando para defender a los dueños de la casa que cuida y que luchan para que no les pongan encima la cadena. Porque hay esfuerzos aislados, individuales, de verdaderos héroes que se juegan la vida con cada nota.

Claro que no todos los lugares son extremos y de muerte. Pero la muerte va ganando territorio. El silenciamiento se va extiende no sólo a punta de balazos, también con métodos más sofisticados como encarcelamientos a periodistas que escribieron notas que no gustaron al gobernante; compra de publicidad gubernamental en los medios para controlar su contenido, a manera de castigo o recompensa; o la compra directa de los propietarios o directores.

El presidente recién electo ha insistido en “hablar bien” de México. En este momento políticos y crimen organizado tienen un mismo objetivo: que no se caliente la plaza. Que la violencia no salga en los medios para dar la impresión de que lo que ocurre son hechos aislados.

Los asesinatos o desapariciones de periodistas no son casuales. Los blancos algunas veces son reporteros incisivos que aparentemente han sido seleccionados para mandar un mensaje poderoso y silenciarlos no sólo a ellos, sino a los demás a través de ellos.

Ramón Angeles Zalpa denunciaba la extracción de recursos naturales, de mineras y tala bosques del crimen organizado en Michoacán, su tierra. No volvió a ser visto jamás.

María Esther Aguilar Casimbe, también en Michoacán, publicó la nota de un alcalde narcotraficante, la historia de un policía torturador y el decomiso de un cargamento. Cualquiera de las tres pudo ser causa de su desaparición.

Alfredo Jiménez Mota, el que inauguró la lista de desapariciones, era un joven valiente, que investigaba a un capo local. Salió a una entrevista, no se le vio más.

En 1976, la IRE hizo un enorme esfuerzo por arrojar luz en el asesinato de Bolles por narcotraficantes. Ustedes no se sentían capaces de vivir con este asesinato encima e hicieron un gran esfuerzo para investigar porque él era su compañero. En el otro lado de la frontera los periodistas están muriendo como moscas. Algunos eran jóvenes que soñaron con ser periodistas de investigación, otros eran periodistas especializados que murieron investigando historias. Mañana puede ser el reportero que un día les dio información cuando acudieron a cubrir algo y necesitaban un guía local. Puede ser cualquiera.

Uno de ellos, Armando Rodríguez, “El Choco”, fue un miembro del proyecto IRE-México y habló en sus conferencias. Él era el reportero que para El Diario de Juárez tomaba el pulso de la ciudad y los asesinatos diarios. Fue asesinado cuando llevaba a su hija a la escuela.

Ellos y ellas son sus colegas, nuestros colegas, miembros de la familia de reporteros de investigación. Por eso les digo que no nos ignoren. Este problema y estas técnicas que mencioné no se detienen en la frontera. En un taller de IRE supe por reporteros de Laredo y McAllen, Texas, que ellos también reciben amenazas y la prohibición de cruzar la frontera. El corresponsal Alfredo Corchado fue amenazado adentro de un bar en Texas.

Reconozco que algunos periodistas estadounidenses han hecho grandes esfuerzos por hacer una buena cobertura. Algunos de ustedes seguramente viajaron a Ciudad Juárez, casi todos los diarios del mundo tuvieron a alguien ahí, e hicieron una cobertura magnífica. Hay asuntos que se descubrieron gracias a la cobertura de periodistas de investigación estadunidenses o sus corresponsales, como la operación “Rápido y Furioso”, que tanto nos indigna. O la revelación de la existencia de bases de datos con hasta 25 mil nombres de personas desaparecidas el sexenio anterior.

Pero conforme pasa el tiempo, tanta muerte, tanta masacre, tanta fosa, tanto cuerpo, tanto desaparecido deja de ser noticia.

La periodista Lise Olsen escribió en un libro, próximo a salir, que por razones económicas y por la violencia, los medios de comunicación han despedido a muchos reporteros que cubren la frontera, algunos de ellos con experiencia y buena información, o eliminado sus corresponsalías. Ha sido el caso de medios fronterizos tan importantes como The San Diego Union, Los Angeles Times, The Arizona Republic, Dallas Morning News, Houston Chronicle yExpress-News. En algunos casos no permiten a sus reporteros cruzar la frontera. Y medios mexicanos y estadounidenses cubren menos la relación bilateral.

En varios foros de periodismo la gente nos pregunta cómo podemos ayudarlos.

Podríamos decir que con colectas, que brindando asilo, que concientizando sobre la situación, pero lo que pedimos es que hagan acá su trabajo. Pero lo que necesitamos de los miembros de IRE es que hagan su trabajo en su país. Que investiguen las redes de tráfico en su país. Que compartan este problema que es mutuo.

No es sólo el tráfico de armas que matan en nuestro país. Es investigar la política estadounidense hacia México y a los funcionarios estadounidenses corruptos, a los vendedores de drogas y pandillas locales, los lavadores de dinero y los empresarios que hacen negocio con el dinero sucio. Los líderes de cárteles y sicarios que también son ciudadanos americanos, los que viven o tienen propiedades aquí.

No pedimos nada que no les competa. Como amigos que somos, necesitamos ver que ustedes encaran el problema como propio. Que se pregunten quién es mi vecino. Quién realmente controla los estados vecinos. Porque compartimos 3 mil kilómetros de frontera. Porque, ustedes lo han reportado, los cárteles mexicanos tienen presencia en más de 200 ciudades, y el número sigue aumentando.

También pueden empujar a sus propios medios a que cubran historias sobre cómo la política mexicana ha costado vidas o forzado a periodistas y a otras muchas personas al exilio. Muchos de esos obligados a desplazarse están aquí, en Texas, y están anotados en la lista, siempre creciente, de los buscadores de asilo.

Me hubiera gustado venir aquí a hablarles de otro panorama. Decirles cómo fructificaron los cursos que IRE (con Lise Olsen a la cabeza) organizó en los 90 en la ciudad de México y en los dos encuentros binacionales en Tijuana y Ciudad Juàrez. O lo empoderadas que están las redacciones que durante esos años invirtieron en capacitación a su gente.

¿Qué más queda si rafaguean tres veces a un diario como El Siglo de Torreón, aun cuando cuenta con protección federal? ¿O si te matan editores y te avientan una granada que hiere a periodistas a un diario como El Mañana, en Tamaulipas? ¿Qué niveles de violencia vivió El Diario de Juárez, con dos reporteros asesinados, para escribir una editorial que pregunta a los capos de la droga que controlan la ciudad cuáles son sus reglas, evidenciando que no es el gobierno federal el que controla la ciudad fronteriza más grande?

El combate por controlar la información se libra en este mismo momento. Y vemos también que no todo está perdido, que se están haciendo esfuerzos importantes de valentía. El semanario Zeta, de Tijuana, por ejemplo, mensualmente nos indica las cifras correctas de asesinados cuando la información oficial no es creíble. O RíoDoce reporta desde el estado donde nacieron la mayoría de los capos de la droga y tienen a sus familias.

Ha habido también esfuerzos de periodistas fronterizos que han abierto portales de noticias desde el lado texano, bajo otro nombre, para publicar sin ser detectados las notas donde no pueden. O esfuerzos de editores que se pusieron de acuerdo en publicar una misma nota cuando presionan a alguien del grupo. O colaboración entre reporteros y corresponsales extranjeros, para que la información prohibida en México se divulgue desde otro país. Conozco a varios que están escribiendo a escondidas un libro, esperando que las condiciones cambien y puedan publicarlo.

También hemos creado nuestras propias redes, como la que les he contado, para crear condiciones de autocuidado y protección al ver que estamos entre varios fuegos: el de las empresas que no responden por sus reporteros, el del gobierno, el del crimen organizado.

Llevo en el alma atorada una historia que me contó un reportero. La repito mucho, quizás ya lo escucharon, pero no puedo dejar de repetirla.

Una noche recibió una llamada en la que le avisaban que un escuadrón de hombres armados había sacado de su casa al colega y amigo con el que él cubría información policiaca. El se levantó de la casa, se vistió, se despidió de su esposa, besó a sus hijos y se sentó en la sala a esperar a que fueran por él. Esa fue la noche más larga de su vida.

-¿Por qué no huiste?, le pregunté sorprendida.

-¿A dónde podía correr?, respondió. Mi único deseo era que no entraran a mi casa y me atraparan frente a mi familia. No quería que mi familia se quedara con esa imagen.

Él sobrevivió y puede contarlo, pero su amigo apareció al siguiente día, muerto, tirado en la calle, como si fuera basura. En la ciudad donde vive, los policías son los narcos.

Tengo otra que no olvido. Me la contó una colega que atendió un llamado de periodistas de Veracruz en crisis, quien le preguntó a uno del grupo en qué podíamos ayudarlo. Él le dijo: Tráeme una pistola.

Ella quedó estupefacta. ¿Una pistola?

-Si, no es para matarlos a ellos, es para matarme por si vienen por mí, porque ya no sólo matan, ahora torturan.

Cuando pienso en estas historias me pregunto cuántos periodistas estarán sintiendo esa misma soledad cada noche, sin saber a quien llamar, resignados al hecho de que ser asesinado es un riesgo laboral.

Entonces, la pregunta del qué podemos hacer toma distinto sentido. Pueden hacer muchas cosas. Podría recomendarles que hagan muchas cosas, pero lo que se tiene que hacer es periodismo, porque eso somos, periodistas. Necesitamos desnudar el negocio, las redes de tráfico de armas y de droga, las autoridades corruptas, dar seguimiento en los juicios para develar las piezas del rompecabezas de dónde quedaron las personas desaparecidas, qué gobernador financió su campaña con dinero del narcotráfico. Seguir el narcodinero. Esa información está aquí.

¿Qué pueden hacer para ayudarnos? Un amigo mío del semanario RíoDoce me lo dijo de esta manera: “Están aislando a los que seguimos cubriendo la violencia. No nos abandonen”. Eso mismo digo a ustedes.

Como el periodista polaco Ryszard Kapuscinski escribió un día: En la lucha contra el silencio, la vida humana está en juego.

Gracias.

Mis agradecimientos a Alma Delia Fuentes, Daniela Pastrana, Elia Baltazar, John Gibler, Mike O’Connor, Tracy Wilkinson, Alfredo Corchado, Lise Olsen, Javier Garza, Margarita Torres, Sandra Rodrìguez, Gerardo Albarrán, Alejandra Xanic and Jorge Luis Sierra por su retroalimentación como colegas y amigos, por brindarme artículos, consejos, ideas o compartir conmigo sus experiencias, y que fueron materia prima e insumo para escribir estas palabras.

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